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viernes, 5 de noviembre de 2010

El hombre que llevaba su país en el bolsillo

Un hombre se sentó en la banca del parque.
Los transeúntes que recorrían con prisa la calzada no se percataron de ello. Contaban con poco tiempo para detenerse a observar las palomas o los perros que daban saltos al lado de sus amos. Mucho menos iban a tenerlo para observar a este hombre, completamente solo en la inmensidad de la ciudad.
Un anciano, quien leía el periódico en la banca de enfrente, miró al solitario. Lo observó sacar de su bolsillo un extraño instrumento, llevárselo a los labios y empezarlo a soplar. Y una melodía deliciosa, como un arco iris, salió de los agujeros del raro objeto y llegó hasta los oídos del viejo.
Este arrolló el periódico y se acercó al hombre. Al percibir una sombra sobre su cara, el solitario cesó su música y le preguntó tímidamente:
–¿Qué se le ofrece?
–Ver su instrumento –respondió el viejo–. Nunca antes había disfrutado de una melodía tan rara y deliciosa.
–Es una ocarina –agregó el solitario–. Algún indígena de mi país la fabricó con barro, hace cientos de años.
–¿Acaso viene usted de muy lejos? –preguntó el anciano al mismo tiempo que se sentaba a su lado.
–A más de un mes de camino –contestó el joven–. Vine a esta ciudad en busca de trabajo y de dinero. En un pequeño poblado del sur, al lado del mar, se quedó mi familia y mi gente. Pero, ¿tal vez usted querrá escuchar el mar?
–El mar –se sorprendió el anciano–. Pocas veces he estado cerca de él. Ya se me olvidó el color de sus aguas.
–Pues ponga su oído cerca de esta caracola –dijo el solitario, sacando de su bolsillo un fósil marino.
El anciano asintió y escuchó el murmullo de las olas, el graznido de las gaviotas y la ronca sirena de un barco.
–¿Y tal vez usted querrá ver una flor?
–¿Una flor? –se asombró el anciano, abriendo sus inmensos ojos celestes–. Esta ciudad no posee flores. Se tiznarían con el humo de los carros y se asustarían con el ruido de los motores.
–Pues yo siempre llevo una flor conmigo –expresó el joven con orgullo–. Mírela.
Y extrajo de su bolsillo una libreta amarilla y vieja como el mismo tiempo. En una de sus páginas se encontraba una flor seca. El joven la olió con cuidado y la flor tomó el color rojo de las sandías y la fragilidad de una fina seda.
–¡Ah! –dijo el muchacho–. Me gustaría presentarle a mi madre.
–¿Su madre? –interrogó el viejo, sorprendido–. ¿Acaso se encuentra cerca?
–No... qué va... –agregó el joven sonriendo–. Está en mi país. Pero yo siempre la llevo conmigo. Vea.
El muchacho sacó de su bolsillo una fotografía arrugada. Presentaba a una señora sentada en medio de los árboles, con una mano puesta sobre el delantal, mientras parecía saludar al que estuviera enfrente.
De repente, la señora de la fotografía parpadeó y le comentó al anciano:
–¡Qué buen aspecto tiene usted, señor! El lugar donde vive es tan gris que me ha dado por pensar que su gente se encuentra enferma.
El solitario colocó la foto a un lado y le preguntó al viejo:
–¿Y las montañas de mi país? ¿Le gustaría mirar las montañas de mi país?
El viejo, que ya empezaba a acostumbrarse a aquella serie de extraños objetos, le respondió con energía:
–Enséñemelas, por favor, me muero por conocerlas.
Así fue como el joven extrajo de su bolsillo un pequeño espejo y lo depositó en las manos del anciano.
Al principio, el viejo tan sólo vio su rostro reflejado en la superficie. Pero unos instantes después observó montañas cubiertas por gruesos árboles de copas verdes y troncos blancos. Vio águilas planear por encima de los picachos y cascadas despeñarse sobre las rocas.
El joven no lo dejó terminar de gozar de aquel paisaje. Inmediatamente lo interrumpió:
–¿Y un pedacito de nube? –le preguntó–. ¿Quiere usted conocer un pedacito de limpia nube?
Y el joven sacó de su bolsillo una nubecita que fue ascendiendo por el aire y se perdió entre el humo de los automóviles.
–¿Y un perico? –interrogó el joven–. Observe, por primera vez en su vida, este animalito.
Y el perico salió de su bolsillo y se posó en el hombro del joven saludando con una reverencia.
–¿Y un trozo de relámpago? Los gases contaminados de esta ciudad son tan espesos que nadie puede observar un hermoso relámpago.
Y ante los ojos desorbitados del anciano, el joven sacó un relámpago y lo estrelló contra la calzada.
Luego salieron de su bolsillo cien gotas de lluvia, una brisa de diciembre, una alfombra de zacate y muchas, muchas cosas.
A pesar de que la gente seguía transitando por el parque, sólo el anciano disfrutó de aquel espectáculo. Sólo él era capaz de creer que un hombre, lejos de su tierra y de sus caminos, era capaz de cargar todo su país en un bolsillo.

* Carlos Rubio, Costa Rica. En cuatrogatos.org


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy linda 😍. Su. Historia

Anónimo dijo...

Ta bien bonita